El trigo entre todas las
flores ha escogido a la amapola y yo escojo una lana de azul brillante que es
la más adecuada, con la que pienso hacer una bufanda larga, larga, con la cual podré
escapar por la ventana de la torre del castillo en el que mi padre, el rey
Fernando de Castilla me encerró cuando alguna chismosa le llegó con el cuento
de qué yo no terminaba de enterrar a mi marido Felipe. Me da igual, nunca me ha
gustado la remolacha y encuentro cruel que me insistan en que tengo que
practicar yoga si quiero ser alguien el día de mañana. Al fin y al cabo, como
decía mi abuela, no hay mal que por bien no venga y el tren está a punto de
hacer su entrada en la estación por el andén número 3. Cuando por fin llegue a
casa, es posible que me siente un rato frente a la televisión para ver uno de
esos programas del canal 2 que enseñan con todo detalle cómo nacen los
canguros. Hay que ver qué cantidad de horas tuvieron que invertir aquellos
pobres esclavos para levantar las pirámides, total, para olvidar lo más
importante que es señalar las vías de escape para saber por dónde salir cuando resucitaran,
hay fallos que son imperdonables. Cuando suene la sirena que avisa que el barco
va a zarpar pondré a cocer los garbanzos que tengo en remojo desde anoche
porque la vecina de al lado me dijo que si dejamos que se metan las cucarachas
por las rendijas del entarimado, nos tendremos que preparar para una invasión
de los extraterrestres que acechan para caer sobre los gallineros que con tanto
esfuerzo hemos conseguido levantar entre todos. Al cabo de un rato, qué
liberación siento al no tener que sujetarme a normas y reglas, me siento como
una mariposa volando de flor en flor, sin orden ni concierto, aunque para
concierto, ninguno como aquel de Charles Aznavour al que asistí el siglo
pasado, justo antes de perder completamente el juicio y con él, el pudor de
hacer el ridículo en público.
Autora: Marian
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